José Romero Losacco
Hace décadas que vivimos en un mundo que nos invita a pensar que todo cambia rápidamente. Al hacerlo, nos interpela sobre la necesidad de producir cada día explicaciones que se sintonicen con esa novedad, un imperativo que ha terminado por transformar el discurso de las ciencias sociales con neologismos sugerentes promovidos por la industria editorial y apalancada por los sistemas de evaluación del trabajo académico bajo “criterios de rigurosidad”, impuestos por una lógica productivista que, en ausencia de patentes, se mide por la cantidad de términos novedosos que logramos poner en circulación, algo que en la academía suele llamarse “impacto”. Esta realidad se agudiza en la medida en la que las redes sociales se transforman en la métrica para establecer la validez del trabajo académico. Así, se ha configurado una realidad donde el neologismo se ha vuelto una parte fundamental del sentido común dentro de la academía.
Lo anterior nos presenta un escenario en el que, desde hace décadas, cada generación es mutilada cognitivamente. Se nos hace creer que nuestra realidad es tan original que nada tiene que ver con nuestro pasado, y que cuando tiene algún vínculo con éste, en el mejor de los casos se parece a un pasado que es siempre europeo, incluso si se esgrimen argumentos con pretensión de larga duración. Consideramos que tal es el caso del argumento por el cual se entiende que atravesamos una novísima realidad que se pretende explicar con la sugerente categoría de “capitalismo de compinches”, un término que a nuestro juicio supone una nueva amputación, una mutilación que no traspasa los límites heurísticos de las interpretaciones más recientes de nuestra “cultura del petróleo”.
Así, “capitalismo de compinches” es un término que viene siendo usado para caracterizar la Venezuela que se figura como actual, surgiendo así una primera interrogante: ¿cuánto dura esa actualidad? ¿Es esa actualidad relativa al largo siglo XX venezolano? ¿Tiene algo que ver dicha duración con la configuración colonial del Estado luego de la conjura de 1830, que alumbró a la República neocolonial de Venezuela? Parece que no…
El análisis que supone el llamado “capitalismo de compinches” se deriva de lo que Max Weber llamó dominación tradicional patrimonialista. Así, el sociólogo Malfred Gerig señala que se trata de una aproximación que permite abordar nuestra realidad “actual” teniendo en cuenta “tanto la apropiación del dominador político de lo público de un modo privado como la apropiación de las grandes probabilidades lucrativas por parte del dominador político y sus cuadros administrativos”.[i] Todo esto después de señalar que el carácter relativo de nuestra situación la podemos medir en las distancias comparativas entre Boris Yeltsin y Nicolás Maduro, dos actores encarnando el mismo personaje en la misma película, la del capitalismo sin capital.
Su uso de Weber resulta muy sugerente, pero deja de considerar algunas cuestiones relativas a nuestra historia. Comencemos por decir que hubiese sido más ilustrativa una comparación en la que, en vez de Yeltsin, tuviésemos como actor de reparto, por ejemplo, a Carlos Andrés Pérez. Igual podría valer Marcos Pérez Jiménez e incluso Juan Vicente Gómez, aunque si me apuran diría que también Antonio Guzmán Blanco y José Antonio Páez. Con este cambio de reparto nos enfrentamos con un largometraje distinto, un cambio de guión. Sin embargo, su preferencia por comparar nuestra realidad no con nuestra propia historia, sino con la europea, resulta en una constante en nuestra intelectualidad, algo de lo que ya alertaba, entre otros, Fernando Coronil.[ii] Por ello consideramos que la idea de un “capitalismo de compinches” para caracterizar la realidad política y económica de la Venezuela “actual” es funcional al consenso catastrófico, un relato a través del cual se asume que 1998 supuso una ruptura sin solución de continuidad, haciendo de todo lo anterior algo irrelevante para comprender el presente, reduciéndolo a una presencia espectral en nuestra memoria.
Permítaseme señalar que entiendo por consenso catastrófico aquel por medio del cual se impone un sentido común que ve en 1998 el fin de la democracia o como el fin de la IV República, produciendo así una visión de nuestro presente que siempre termina siendo una realidad surgida de una transformación sin solución de continuidad.
En tal sentido, considero necesario refutar la novedosa realidad que el “capitalismo de compinches” nos invita a contemplar. Principalmente, porque se debe señalar que el régimen económico, social y político de Venezuela es el de una República neocolonial, por lo tanto su condición patrimonialista es una constante. Esto no puede presentarse como algo nuevo en nuestra historia, sino como nuestra condición de partida. La apropiación de lo público para fines privados está en nuestra acta de nacimiento como país. Ya desde 1830 se establecen las leyes que favorecían la acumulación de casas extranjeras y sus adláteres locales. Recordemos que nuestra República es resultado de la implantación de un protectorado por parte del Imperio Británico, como bien han mostrado los trabajos de Fermín Toro Jiménez.[iii] Por lo tanto, en nuestra consideración, la actual situación se lee mejor cuando contrastamos entre las trayectorias políticas de nuestra propia oligarquía y no comparándonos con algún reformista europeo. Porque aunque pueda parecer precisa, la referencia a uno de los sepultureros de la Unión Soviética no deja de ser la misma fórmula que Fernando Coronil critica a Vallenilla Lanz por su bonapartismo caribeño.
Si nos tomamos en serio los análisis que el propio Gerig hace sobre nuestra actual situación, pasando a comprender que nos encontramos en un momento que aparece como el colapso del mundo que el petróleo nos permitía soñar, pero sin caer en las tentaciones sociológicas en búsqueda de algún neologismo, hay que asumir que la tradicional separación entre Estado-Nación, por un lado, y Capital, por el otro, no nos resulta funcional, porque tal y como ha descrito Kojin Karatani, la categoría a la que debemos enfrentarnos es a la de Capital-Estado-Nación.[iv] Así, desde la filosofía de la liberación entenderemos que estamos ante una configuración fetichista de las relaciones económicas, políticas y sociales.
A partir de este marco podemos señalar que lo que se está obviando con la categoría “capitalismo de compinches” es la configuración oligárquica del trinomio Capital-Estado-Nación como aquello determinante para el sustento simbólico y fáctico de un patrimonialismo de larguísima duración, una historia en la que su más reciente capítulo tiene al petróleo por apellido. Es decir, lo que permanece oculto son las formas de producción del poder político en Venezuela desde su configuración como República neocolonial en 1830.
Dicho lo anterior, volvamos a la situación actual, pero recuperando las advertencias metódicas que hacía Giovanni Arrighi en su obra El largo siglo XX, es decir, no dejarnos seducir por la retórica de la novedad. Así, podemos llegar a señalar que nuestra realidad hoy es parte de una temporalidad aún en desarrollo, una que inició cuando la élite, que históricamente ejerció un carácter patrimonialista desde y sobre el Estado, mucho antes de 1998, se decidió a destruir las formas en las que el trinomio Capital-Estado-Nación habría permitido disponer de los recursos que garantizaban la realización de la propia élite en tanto que élite.
Al comprender que en dicho trinomio el Estado habría sido la bisagra que unía al Capital y a la Nación, configurando así una máscara que encubre la naturaleza patrimonialista de la élite dominante y su clase política, se puede afirmar que, en la década de 1980, cuando ésta se decide por romper la máscara y mostrarse sin más, haciéndose valer a viva voz como la verdadera encarnación de la Nación, planteándose la apropiación directa de los recursos y las formas de producir el poder, es decir, cargándose al Estado, se lanza por un barranco que destruye lo que hasta entonces habría sido la fuente de su poder. Como dijera aquel ilustre político venezolano: se autosuicidó. Desde entonces, el baile de máscaras de la política venezolana ha consistido en la reconfiguración del trinomio en una disputa entre quienes tradicionalmente se beneficiaban de la relación patrimonialista y dejaban de hacerlo, y quienes veían la oportunidad de hacerse con el botín. Pero, como hemos dicho, nada de esto es nuevo en nuestra historia, se trata de un baile de máscaras continuado.
Nuestra República neocolonial ha pasado por momentos de patrimonialismo unilateral del tipo Páez, Guzmán Blanco, Gómez, el Trienio Adeco o Pérez Jiménez. Luego, a partir de 1958, nos encontramos con un pacto que se trataba de un “capitalismo de compinches” con características transversales, donde la clase política y la oligarquía aceptaron repartirse el botín garantizando la convivencia, razón por la cual aparentemente ya no era necesario un primus inter pares (aunque los hubiese), que la historiografía oficial ha preferido llamar caudillo.
Pero la luna de miel les duró poco. Cuando se abre la década de 1980 estamos ante un escenario donde la élite tradicional abraza de nuevo el patrimonialismo unilateral y se lanza a destruir la partidocracia con la que había convivido desde 1958. Este intento de patrimonialismo unilateral se estrelló ante una realidad que no estaba en sus cálculos: la respuesta popular del 27 de febrero de 1989 y las rebeliones militares de 1992, culminando con los resultados de la elección presidencial de 1998. A partir de allí, una élite testaruda que se niega a reconstruir la partidocracia termina por destruirla, y en 2002 opta por usar su última carta, el control de las importaciones, algo que ha pasado por debajo de la mesa dada la impronta petrolera tanto de los sucesos de abril de 2002 como del llamado paro-sabotaje petrolero entre diciembre de 2002 y febrero de 2003.
Sin embargo, en esta historia es necesario recordar que el paro-sabotaje petrolero no solo implicó detener la actividad de extracción y comercialización de petróleo, incluida la gasolina y el gas, sino que nos enfrentamos a un corte de la cadena de distribución de alimentos, razón por la cual desde el Estado se orquestó una respuesta en la que entraban en juego nuevos actores en el campo de la importación. Hagamos memoria de la avalancha de mercancías provenientes de Brasil que comenzaron a llegar por esos días, una realidad que se nos presenta como un antecedente de lo que luego se transformará en las llamadas bolsas CLAP.
Visto de esta manera, “capitalismo de compinches” puede ser un sustantivo muy sugerente, pero si aplicamos una mirada de larga duración pierde su poder explicativo, porque desde la década de 1980, más que un capitalismo sin capital, lo que tenemos es un neoliberalismo sin neoliberales, es decir, una élite oportunista que usa los discursos que centrifuga el Norte global sin comprenderlos. Por ello prefiero hablar de una configuración oligárquica funcional a los intereses de una República neocolonial nacida en 1830 como un protectorado al servicio de la potencia imperial de turno. Esta definición me parece que se ajusta más a una realidad que no escapa a la ley de hierro de las oligarquías y a la teoría de la circulación de las élites.
Referencias
[i] Malfred Gerig,Venezuela y la realidad que el capitalismo de compinches supo construir, Cedes, 9 de marzo de 2025. En: https://cedesve.com/2025/03/09/venezuela-y-la-realidad-que-el-capitalismo-de-compinches-supo-construir/
[ii] Coronil, Fernando (2002): El Estado Mágico: naturaleza, dinero y modernidad en Venezuela, Nueva Sociedad, Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico, Universidad Central de Venezuela, Caracas.
[iii] Toro Jiménez, Fermin (2006): Los mitos políticos de la oligarquía venezolana, Fondo Editorial El perro y la rana, Caracas.
Toro Jiménez, Fermin (1999): Formación y degradación de la soberanía de Venezuela 1830-1998, Producción Gráfica Franco, Caracas.
[iv] Karatani, Kojin (2008): “Beyond Capital-Nation-State, en: Rethinking Marxism: A Journal of Economics, Culture & Society, 20:4, 569-595.
Karatani, Kojin (2014): The structure of world history. From modes of production to modes of exchange, Duke University Press.