Venezuela 2024: el laberinto del equilibrio de mínimo nivel y la crisis de realización del capital

Foto de Sandra Iturriza ©

Independientemente de las interpretaciones y narrativas con primacía política que se han hecho de la crisis económica venezolana, es necesario repetir hasta la saciedad que la Larga Depresión venezolana es una crisis capitalista. Y como toda crisis capitalista, no conduce necesariamente a un estado estacionario, sino a un profundo proceso de reorganización del marco social y político en el que se inserta la acumulación de capital. Según la clásica formulación de Marx ─a quien debemos tener muy presente, a despecho del clima reaccionario que impera en el espíritu público─, una crisis capitalista conduce generalmente al surgimiento de nuevos y más concentrados centros de acumulación, por un lado; a un exceso de población incapaz de ser empleada por el capital en circulación, por el otro; y a un profundo proceso de concentración y centralización del capital, acompañado por una drástica reorganización empresarial, por ultimo[1]. En definitiva, la caída de la tasa de beneficio, síntoma esencial de toda crisis capitalista, es socorrida por un exceso de población con respecto a las necesidades de valorización del capital. En otras palabras: mediante el desempleo, la precarización, la informalidad, la migración, la pauperización, entre otros flagelos sociales, el capital cuenta con una elástica herramienta para descargar el peso de la competencia sobre los asalariados.

            Dicho esto, entramos directamente en el laberinto en el que se encuentra la economía venezolana en la fase de estancamiento de la Larga Depresión. Si hacemos abstracción y pensamos solamente en términos de la acumulación de capital, ¿qué tan viable es este capitalismo de reproducción simple? En un artículo dedicado a la relación entre Marx y Keynes, Branko Milanovic parafraseó al primero para dejar una reflexión transparente cuando se trata de comprender la grave contradicción a la que conlleva una crisis de realización del capital ─también llamadas crisis de sobreproducción─: “para cada capitalista individual, sus propios trabajadores son sus antagonistas: quiere pagarles menos; pero los trabajadores de otros capitalistas son sus «amigos», son sus clientes. Cuando todos los capitalistas intentan exprimir a los trabajadores, y cuando todos lo consiguen, el resultado es la crisis económica”[2].

            En el caso de la Larga Depresión venezolana, la crisis de realización es consecuencia de un inusitado colapso económico y de destrucción del capital que inició en 2013[3]. El quid del asunto es que el éxito de los capitalistas descargando las presiones competitivas sobre el precio de la fuerza de trabajo impide que la demanda efectiva se amolde a la oferta potencial. En consecuencia, en el mejor de los casos la acumulación de capital se estanca y el capital se concentra y centraliza súbitamente. Para unos capitalistas comienza el mejor de los tiempos, para otros una era de oscuridad; básicamente, se trata de la expropiación de unos capitalistas por otros. En términos de la acumulación de capital, el exceso de población mediante el cual se descargó el peso de la competencia vía colapso de los salarios reales, termina convirtiéndose en el principal impedimento para que la oferta potencial encuentre compradores y el capital se realice. Así las cosas, la crisis de realización impide que se construya un régimen de acumulación de capital. La descarga del peso de la crisis sobre los hombros de los asalariados termina por convertirse en un boomerang contra la propia acumulación de capital.

            En este escenario, que es el de la Larga Depresión venezolana en su fase de estancamiento (2022-presente), la valorización del capital es contradictoria a una expansión de las fuerzas productivas y una mejora de las condiciones de vida de la “población obrera relativamente excedentaria”. Es decir, estamos en el escenario catastrófico del “molino satánico” de Polanyi. Pero óigase bien, en la encrucijada en que se encuentra actualmente la economía venezolana no se trata de privilegiar “el mejoramiento casi milagroso de los medios de producción” por sobre “una catastrófica dislocación de la vida de la gente común”, para utilizar las expresivas palabras del propio Polanyi, ya que las necesidades de valorización del capital en estos términos son contradictorias tanto con el desarrollo de las fuerzas productivas como con el bienestar social[4]. Lo que quiero expresar de forma tajante acá es que, al contrario de lo que conciben los sostenedores del programa de estabilización macroeconómica ortodoxo-monetarista, no se está comprando crecimiento económico al precio de una avalancha de dislocación social. Antes al contrario, con estos arreglos no existe la forma de construir un régimen de acumulación, es decir, no existe la forma de estabilizar ni la asignación del producto entre consumo e inversión, ni garantizar las condiciones de reproducción del capital y la fuerza de trabajo.      

            Ahora analicemos la coyuntura no desde la óptica de la acumulación de capital, sino desde la perspectiva del crecimiento y el desarrollo económico. Como hemos dicho en reiteradas ocasiones, la economía venezolana entró circa 2022 en una trampa de equilibrio de mínimo nivel, ya que los niveles de ingresos, al estabilizarse cerca o por debajo de los niveles de subsistencia, impiden las altas tasas de inversión necesarias para incrementar el producto per cápita. Dicho de manera propedéutica, los bajos niveles de ingresos, sobre todo de los asalariados, hacen que los ingresos de “la gran masa del pueblo” (Adam Smith dixit) se destinen a necesidades básicas como alimentación, vestido, vivienda y salud, impidiendo tasas de ahorro e inversión acordes a las necesidades de un crecimiento acelerado. En consecuencia, se produce un capitalismo sin capital, ergo el entramado del capitalismo nacional bascula desde la acumulación hacia el atesoramiento, la concentración y la centralización del capital. El resultado es que la economía se estabiliza sobre niveles de ingresos cercanos a la subsistencia ─esto es: niveles de pobreza y desigualdad crónicas─, incapaces de sostener a las tasas de crecimiento del PIB acordes tanto a una senda de crecimiento como a una vía de desarrollo. A esta senda económica la podemos catalogar como acumulación por desposesión sin crecimiento ni desarrollo.

            El corolario del equilibrio de mínimo nivel son las demoníacas trampas de la pobreza, las cuales son capaces de reproducirse a escala ampliada. El complejo escenario macroeconómico legado por la Larga Depresión, y sobre todo por el programa de estabilización macroeconómica ortodoxo-monetarista, coloca a los hogares y empresas a lidiar con distintas trampas de la pobreza simultáneamente. El peor drama es sin duda el de los hogares. Estos se ven incapacitados de contar con ingresos que puedan se destinados al mejoramiento de sus propios ingresos. Los gastos en salud, educación y esparcimiento se convierten en un lujo para hogares donde la decisión económica cardinal pasa a ser qué cantidad de proteína por integrante del hogar se consume. En un clima de darwinismo económico y sobrevivencia, un escaso ahorro puede ser destinado a “emprendimientos” que, en el mejor de los casos, pueden mejorar ínfimamente los ingresos en el corto plazo en detrimento de un deterioro del patrimonio económico, social y cultural de la familia en el mediano plazo.

            Además, en un contexto donde el elefante de la contención del incremento de precios se mueve en la cristalería de la represión financiera, la represión salarial y la sobrevaluación del tipo de cambio, el impedimento del acceso al crédito limita la disponibilidad del ahorro general concentrado en la banca a los hogares de bajos ingresos, y por tanto es normal que aparezcan actividades microfinancieras tanto anticuadas como leoninas. En definitiva, el peor de los síntomas de las trampas de la pobreza es que la movilidad social se suspende estructuralmente. Y sólo los individuos ubicados en la parte alta de la pirámide se desarrollan en un ambiente socioeconómico que les brinda alimentación, educación, salud y capital social para acceder a empleos de niveles considerables de productividad y remuneración. Sobra decir que ninguna sociedad es viable, ni siquiera a corto plazo, en este marco de relaciones socioeconómicas. Una sociedad postrada en este conjunto de relaciones sociales solo puede esperar un violento retorno de lo reprimido.

            No obstante, la peor consecuencia a las que nos puede arrojar que la economía nacional se estacione en un equilibrio de mínimo nivel es convertirnos en una economía exportadora de fuerza de trabajo y por tanto adicta a las transferencias familiares sin contrapartida (remesas). Como sostuvo de manera clásica Fernando Fajnzylber, para “penetrar en los mercados internacionales (…) la única vía que no se erosionará (…) consiste en agregar valor intelectual a los recursos naturales o a la mano de obra no calificada disponible”[5]. Entonces, estacionarse en el equilibrio de mínimo nivel significa tanto perder absolutamente la capacidad de agregar valor a la rica dotación de recursos naturales del país y por tanto sucumbir definitivamente a la pulsión exportadora, como también perder la capacidad de agregar valor a la población excedentaria disponible forzando su migración. Acumulación por desposesión a escala ampliada. O dicho de manera sucinta: atrapar a la economía y la sociedad venezolana en el “molino satánico” y la avalancha de dislocación social descrito por Polanyi. Así es el tamaño de nuestra encrucijada.

            Sobrecargar en los asalariados el peso de un colapso económico no es una buena salida ni para la propia acumulación de capital, ni para el crecimiento y el desarrollo económico. Es más bien una mentira de patas cortas. Tras más de una década de colapso económico y cinco años del programa de estabilización macroeconómica ortodoxo-monetarista, el futuro nos alcanzó. La economía nacional se encuentra ante un laberinto cuya resolución entraña un profundo dolor social y económico. Es lo que caracteriza a la mala política económica, a saber, es imposible de deshacer sin ocasionar profundas turbulencias, pánicos y cracs. Como sostuvimos en la anterior entrega, el país necesita construir una senda de desarrollo. Pero no será la lapidación y enajenación de las dos fuentes de toda riqueza ─a saber, naturaleza y trabajo─ los pilares de esa “nueva economía”. Al contrario, solo agregando valor a la fuerza de trabajo y los recursos naturales disponibles podemos avizorar un futuro distinto. En cualquier caso, no es contra el trabajo, sino sobre el trabajo donde podemos colocar los pilares para salir adelante en esta encrucijada. “Trabajar, trabajar, trabajar”: construyamos sobre esta consigna nuestra religión civil.


Referencias

[1]             Para una exposición sucinta, véase G. Arrighi, Adam Smith en Pekín: orígenes y fundamentos del siglo XXI, Madrid, Akal, 1999, p. 88 ss.

[2]             B. Milanovic, “Marx y Keynes”, Letras Libres, 6 de julio de 2022. Disponible en: https://letraslibres.com/economia/marx-y-keynes/

[3]             Véase M. Gerig, La Larga Depresión venezolana: economía política del auge y caída del siglo petrolero, Caracas, Cedes/Trinchera, 2022, especialmente los capítulos 1,2,3 y 4.

[4]             K. Polanyi, La gran transformación: los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, México, Fondo de Cultura Económica, 2017, p. 95.

[5]             F.  Fajnzylber. “Industrialización en América Latina. De la «caja negra» al «casillero vacio»”, Nueva Sociedad, núm. 118 (1992), p. 28.